Unos pájaros volaron. Se dio la vuelta por el sonido que hicieron. No reconoció qué tipo de aves eran, solo vio unas manchas negras volando por el cielo azul de aquel día fresco. Siguió caminando con las manos unidas tras la espalda, estaba pensando en el tiempo que le quedaba y la tristeza que lo embargaba.
Ella se detuvo. Su caminar era lento y silencioso. Él había aprendido esa forma de caminar de ella. No se dijeron nada cuando ella volteó la vista. Su rostro siempre reflejaba felicidad cuando lo veía. Las hojas de los árboles se mecían con el poco viento que hacía y el sol se colaba entre los altos pinos.
Siguieron caminando por el sendero. Su conversación en silencio se extendía cada vez más. Ocasionalmente el silencio era roto por el sonido de una ramilla que pisaba. O por el canto de unos pájaros. Él sabía que la vida era parecida a esos suspiros largos y cargados de sentimientos. Esos que con el último aliento apaciguaban el alma.
Recordaba que cuando era niño corría entre los árboles en busca de grandes aventuras. Que sus perros, inseparables, se convertían en grandes bestias que lo defendían o a las que se tenía que enfrentar. Sabía que el silencio era un espacio en el que se podía gritar sin hablar. Un lugar de tranquilidad, pero también uno plagado de terror. Recordaba ese sendero bajo los débiles rayos de la luna. Se estremecía.
Ella se detuvo. Al lado del sendero había una banca de hierro casi cubierta por el moho y escondida entre dos grandes árboles. Lo invitó a sentarse con un ademan cortés. Estar cerca de ella siempre le generaba una especie de miedo y fascinación aunque su rostro siempre reflejaba una cálida sonrisa. Sin mucho pensarlo él se sentó a su lado.
Un silencio más profundo se apoderó del lugar. Aquellos pájaros dejaron de cantar e incluso el aire dejó de mover las hojas de los árboles. Solo su corazón se escuchaba acelerado. Quizás solo él podía escucharlo, aunque daba la impresión que cualquiera podría hacerlo. El calor también se ausentaba. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
– ¿Hace cuantos años que no nos vemos? – su voz se escuchaba como un susurro, parecería dolorida y cansada – Pensé, hace mucho tiempo, que te habías olvidado de mí. Que aquel aíre que sopló en octubre y que se llevó las hojas de los árboles, también te había llevado a ti.
Él solo pudo recordar aquella imagen ahora borrosa por el tiempo. Una tarde de un octubre frío con un cielo rojo y vientos que susurraban misteriosos. Se hizo presente su imagen al final del sendero y la de ella detrás de aquellos grandes cipreses. De pie, plantada como una hierba más del lugar. Con los ojos tristes pero fiel a esa sonrisa que siempre le dedicaba.
– ¿Sabes lo que es vivir en la soledad? No, no me refiero a la compañía de las personas sino a la ausencia de sentimientos en el corazón. Cuando tú te fuiste, eso que nunca había sentido lo sentí. Se me desgarró algo como el corazón. Sé que es absurdo. Pero me habías acostumbrado a tantas cosas.
La luz que se filtraba entre los árboles era cada vez más débil y de un color ambarino. La calidez se había retirado del lugar hacía ya tanto tiempo. La quietud era como aquella primera vez que él cruzó por ese sendero. Aquella primera ocasión que la había visto precisamente en esa banca. Recordó el miedo que sintió. Las ganas de correr y gritar. Se sintió culpable por recordar.
– Nadie es culpable de los recuerdos – Ella puso sus manos sobre las de él – Todos tenemos recuerdos que no son los mejores y hacen que lloremos. Pero también están aquellos que hacen que sonriamos, que seamos felices y melancólicos. Tú eres uno de esos recuerdos.
– ¿De esos que te hacen feliz y melancólico o de esos que te arrancan las lágrimas como si te estuvieran arrancando pedazos de carne? – Su voz no era más que un susurro llevado por el viento, un susurro tembloroso –
– Eres un recuerdo de ambas cosas o pronto lo serás. De felicidad y tristeza. No como yo que solo soy un recuerdo gris y un pensamiento nublado. El reencuentro menos esperado.
Pero él recodaba otras cosas. Risas que llenaban la inmensidad del bosque. Grandes aventuras. Los latidos de su corazón y el dolor de irse del sendero, aunque fuera por unas horas. La insistencia de él para que ella lo acompañara. Las ganas de quedarse con ella. Sus ojos se nublaron no solo por los recuerdos sino por las lágrimas que derramaba.
– ¿A quién le cuentas que eres un recuerdo gris? Si en mi mente solo hay primaveras, incluso sobre los pesados inviernos. Qué me dices de pensamientos nublados si aquellos fueron los más soleados que he tenido. Ni el menos esperado que aquí me tienes sentado a tu lado.
Sus manos recorrieron su rostro para limpiar las lágrimas. Eran tan cálidas y suaves. El recuerdo de tantos años, tanto tiempo, llegó de golpe a su mente. No los esperaba con tanta claridad, con aquella intensidad del ayer y no de los años pasados.
– Nunca olvides que te extrañé. Que las risas dejaron de caminar este sendero en el momento en el que te fuiste. Que tu sonrisa en mis labios se desdibujó como el rosa de las nubes al atardecer. Que mi vida se fue como un suspiro.
Él alzó los ojos para verla nuevamente. Nada había cambiado en ella. Aunque ahora era otra y la misma que ayer. No sentía miedo. Lo invadían todas aquellas viejas emociones perdidas entre los años. La luz era ya penas un rayo débil que lograba filtrarse.
– Tú nunca olvides que regresé. Que me ausenté y que te dejé, pero que al final regresé. El tiempo se me fue hace tantos años. Se me fue aquella tarde que crucé entre aquellos árboles. Cuando comencé a correr por este sendero. No lo detengas más.
Le dio un beso en las manos y se levantó con lentitud. Ella lo vio caminar lento desde su banca. Arrastrando el alma sin hacer ruido. Vio cómo se detenía de los troncos de aquellos viejos árboles. Como caía al suelo como caen las hojas de los árboles en otoño. Silenciosamente se acercó a su cuerpo. Ya sin sonrisa en aquel rostro surcado por las lágrimas. Se cubrió la cabeza con su manto oscuro y siguió caminando por aquel sendero solitario en el que ningún sonido se escuchaba.