Era un lugar cotidiano. Tres mesas afuera y un puñado más dentro. En la ciudad, cuando la noche llegaba, el clima era fresco. La pareja llegó cotidianamente, como cualquier otra pareja que llegaba al lugar. Quizás con ilusiones, sueños o sueño. Es posible que solo con alegría de convivir. Tomaron una mesa en la parte de afuera huyendo del aprisionado encierro. Sus miradas se desviaban espantadas cuando se cruzaban. Y se quedaban fijas en el suelo, en la mesa o en los labios. Seguramente con la ilusión de besarlos. De ellos solo salían palabras, agradables historias. Bonitas miradas. Unas ganas contenidas. El lugar estaba repleto de personas que iban y venían. Que veían a la pareja. Se la ignoraban. Se reían. Se caían. Sus conversaciones estaban lejos. Un mesero llegaba y preguntaba sobre el servicio ¿Algo más? Tomaba su orden y se retiraba, llegaba y entregaba. El aíre era fresco. Quizás el momento más adecuado. Sus manos jugaban no entre ellos sino con el aíre. Se veían y sonreían. El cansancio se aparecía. Quién sabría si la sonrisa era fingida. Todo trascurría. Por la calle pasaban más pajeras. Más grupos de amigos llenos de energía. La noche era menos oscura con tantas luces, tantas voces. El tiempo siempre marca el momento. Será que el momento solo se daba en el tiempo. El sonido de las otras voces. Los latidos de los corazones. Todo se quedaba en silencio el entrar en su conversación. Pero el tiempo es momento. Y el momento llegó. Se levantaron. Caminaron. Se abrazaron. Se vieron de nuevo y ahí se dejaron.