Hay lugar en los que ya no existe nada

Hay lugares en los que no existe nada. Con caminos llenos de piedras que son cubiertas por el polvo, polvo que ocasionalmente levanta el viento, ese que raras veces pasa por ahí. Hay quienes andan esos caminos y quienes los dejan de andar. Hace tiempo, quizás mucho, otros dicen que hace poco, la gente caminaba esas veredas, pero dejaron de ser caminadas una noche o quizás varias noches juntas.

Se sabe que una noche, de esas que cubren el suelo con su negrura y en las que el viento sopla helado, llegaron aquellas vestías vestidas de un azul tan negro que no tenían sombra, no tenían rostro y es posible que tampoco alma, solo el brillo de las estrellas se podía reflejar en sus ojos que no estaban cubiertos.

Dicen que después de esa noche, los que andaban esos caminos dejaron de andarlos. Que el polvo que cubría las piedras cubría los pedazos, los cuerpos sin vida de aquellos que quedaban al paso de las vestías azules.

Cada noche esos seres cubrían el suelo de líquido negro que brillaba con las pocas estrellas que quedaban. Lo cubrían de una negrura que se apoderaba no solo de la vida sino también del brillo que alumbraba esos caminos.

Y cada noche, el polvo ya no cubría pierdas sino los rastros de la muerte, los pedazos que dejaban.

Aquellos que ocasionalmente sobrevivían comenzaron a sentir el frío de la muerte en sus huesos, en la sangre. Tanto frío que el sol carbonizaste no lograba desterrarlo, y caminaban esos caminos sintiendo más frío y dejando de caminar congelados de terror.

Había quienes decían que el terror se sobrevivía, pero con el tiempo se dieron cuenta que ese terror se quedaba tatuado en el alma, y en la vida mostraba su cara más amarga.

Cuando aquel lugar lo veían los que lo querían, una brillante flor amarilla sobresalía entre las espinas como el canto de alguna ave o el aullido de un animal feroz. Pero después de cada noche, al amanecer, había menos ojos sin lagrimas que pudieran ver la belleza de aquella flor amarrilla u oídos sin gritos desgarradores que escucharan la mínima melodía. En su lugar, aquellos ojos veían las dolorosas espinas, el polvo cubriendo la muerte que cada noche desolado dejaba ese lugar.

Y sin razón, aquellos ojos seguían en ese lugar desolado como si la razón la hubiera consumido el sol ardiente hace tantos años. Tanta desolación que parecía sin razón seguir otra ocasión en aquel lugar, tan sin razón como el amor a aquello de lo que eres parte.

Una noche en la que el frío congelaba, y en la que no había nada más que permitiera ver un reflejo en sus ojos, la oscuridad​, esa negrura se apoderó de aquel lugar desierto.

Y a la mañana siguiente de esa noche negra, aquella brillante flor amarilla dejó de verse, tampoco se vieron sus espinas, ni el polvo que cubría la muerte. Aquellos ojos añejos que aún quedaban, dejaban el suelo como un cenagal, un cenagal en el que se hundían todo lo que quedaba.

Y fue posiblemente la nostalgia de aquellos lugares donde no existía nada, solo el polvo que cubría las piedras y la belleza vista por quienes quieren un lugar o quizás fue el viento que ocasionalmente sopla el que levantó el polvo que cubría todos esos muertos, quizás no fue el viento que tenía tanto sin soplar sino aquel suspiro de alguien que soñaba con encontrar.

Cada noche en la que la oscuridad se apoderaba de aquel viejo lugar también en el suelo quedaban estelas de una perdida esperanza, un surco en la tierra que dejaba ver el terror sembrado. Y por eso hay lugares​ en los que no existe nada, solo el terror tatuado en el alma, la desolación sin razón y aquellas estelas de esperanza.

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